El Cortijo La Molina es resultado de un lento asentamiento, una huella humana que permanece viva junto al Cabo, a la falda de la Sierra de Cabo de Gata. Cavando a mano paredes de vértigo, sin otra ciencia que la que brota de la necesidad, encontraron agua a veintidós metros de profundidad. Junto al camino, la boca de una calera habla de aquel vivir de subsistencia. Traían piedra de cal, la cocían, la apagaban. Sabían de tiempos y temperaturas. Sabían aplacar el ímpetu de una lluvia torrencial. Sabían cosas maravillosas, esa es la huella. Testigos de ese conocimiento de los recursos y del equilibrio sosegado de las formas son los muros de las casas, de la alberca, de la molina. Mantener vivo el lugar, y la memoria de aquella cultura de entendimiento con un medio escaso de recursos, esa es hoy nuestra tarea diaria. |
La Molina |
La escasez de casi todo, y también de agua del cielo, junto a la fiel presencia de la brisa marina, dieron lugar a una fantástica ingeniería de madera, piedra y cal. Velas para recibir al viento, un mástil de tronco de árbol aquí impensable, ruedas engranadas de madera, cojinete y apoyo de piedra tallada, cangilones de barro ensartados en una soga de amarrar titanes, y un cucurucho en la cabeza.
De esta guisa lucía la molina que, resistiendo el paso de los años elevaba agua profunda, y ahora sigue asombrándonos.
Aunque ya no pueda girar y cantar con la brisa del cabo, la molina sigue siendo fuente de vida del cortijo, y el chorro de agua que brota de su alma cae como un milagro sobre el pilón y la alberca, bajo la mirada protectora de un santo iluminado por una bujía que no se apaga jamás.
De esta guisa lucía la molina que, resistiendo el paso de los años elevaba agua profunda, y ahora sigue asombrándonos.
Aunque ya no pueda girar y cantar con la brisa del cabo, la molina sigue siendo fuente de vida del cortijo, y el chorro de agua que brota de su alma cae como un milagro sobre el pilón y la alberca, bajo la mirada protectora de un santo iluminado por una bujía que no se apaga jamás.
Al fondo de los bancales subsisten olivos centenarios, unos alineando bancales, otros aparentemente dispersos.
Hubo que escuchar su terco cuchicheo para, finalmente, decidirnos a plantar un nuevo olivar. No era una vocación agraria lo que nos movía, tan sólo pretendíamos amortiguar el impacto visual de un perfil de invernaderos que inquietaba la mirada al horizonte, y al propio sol en el ocaso.
Años después, crecidos y generosos, estos olivos dan una aceituna Arbequina ecológica, limpia, de la que extraemos su zumo, un excelente aceite de oliva. Es una pequeña producción donde se condensan el lento trabajo de sol, viento, fauna y agua, junto con el de un microcosmos de invisibles seres terrestres que no cesan de transformar el suelo, manteniéndolo vivo.
El aceite lleva a la mesa los aromas y la luz del cabo y, sin pretensión alguna, los olivos nos protegen de cierta hiriente realidad de otros modos de vivir, y permiten que el sol, destellando sobre sus hojas, decline como dios manda.
Hubo que escuchar su terco cuchicheo para, finalmente, decidirnos a plantar un nuevo olivar. No era una vocación agraria lo que nos movía, tan sólo pretendíamos amortiguar el impacto visual de un perfil de invernaderos que inquietaba la mirada al horizonte, y al propio sol en el ocaso.
Años después, crecidos y generosos, estos olivos dan una aceituna Arbequina ecológica, limpia, de la que extraemos su zumo, un excelente aceite de oliva. Es una pequeña producción donde se condensan el lento trabajo de sol, viento, fauna y agua, junto con el de un microcosmos de invisibles seres terrestres que no cesan de transformar el suelo, manteniéndolo vivo.
El aceite lleva a la mesa los aromas y la luz del cabo y, sin pretensión alguna, los olivos nos protegen de cierta hiriente realidad de otros modos de vivir, y permiten que el sol, destellando sobre sus hojas, decline como dios manda.
La alberca |
De la madurada armonía entre recursos, conocimiento y brazos disponibles, dan fe los muros de casas, molina y alberca. Ningún cálculo osaría calibrar si sobra o falta un centímetro.
Mantener estos muros no es volver a lo antiguo, sino sentirnos actores vivos de la recuperación de una vida que a punto estuvieron de borrar los nuevos tiempos. Quizá sea por eso que, al sumergirse en el agua de la alberca, los viajeros se sientan partícipes de algo que ya creían imposible, y retornen luego a sus casas con un poco más de fe en que no todo está perdido.
Y para tal descubrimiento, basta flotar entre muros de cal y canto, cañas balanceándose, bajo la mirada de un santo de los de verdad, de esos que vigilan la tranquilidad de un lugar.
Cuentan los abuelos que si algún atardecer un vecino cruzaba por aquí y advertía que la vela del santo se había apagado, tocaba la puerta anunciando el desconcierto. La gente sabía muy bien dónde estaba lo importante.
Mantener estos muros no es volver a lo antiguo, sino sentirnos actores vivos de la recuperación de una vida que a punto estuvieron de borrar los nuevos tiempos. Quizá sea por eso que, al sumergirse en el agua de la alberca, los viajeros se sientan partícipes de algo que ya creían imposible, y retornen luego a sus casas con un poco más de fe en que no todo está perdido.
Y para tal descubrimiento, basta flotar entre muros de cal y canto, cañas balanceándose, bajo la mirada de un santo de los de verdad, de esos que vigilan la tranquilidad de un lugar.
Cuentan los abuelos que si algún atardecer un vecino cruzaba por aquí y advertía que la vela del santo se había apagado, tocaba la puerta anunciando el desconcierto. La gente sabía muy bien dónde estaba lo importante.
Antes, el huerto era un espacio imprescindible para la subsistencia. Ahora es mucho más, es comida sana, es acercamiento y afirmación, es conquista. Sin necesidad de explicación, sirve para que los niños aprendan de manera inolvidable de dónde vienen las zanahorias, que no es poco saber. Enmarcado por el camino, la alberca y la molina, el huerto tiene uno de los terrenos más profundos y amables del cortijo. Nada se resiste a crecer en él, salvo algunos atrevimientos difíciles como alcahofas o berros, poco acostumbrados al áfrica. Las patatas se dejan venir como si nada. Las remolachas nos sorprenden, con su jugo rojo y dulce. Hasta las lechugas, que tienden a arrebatarse, permiten un ciclo largo de cultivo. Cuando nos viene la inspiración, sorteamos flores por aquí y por allá, y su color también nos alimenta. El huerto desafía eso que la gente dice no tener, el huerto desafía a encontrar, a encontrarse, con el tiempo. |